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ISSN 1989-4163

NUMERO 126 - OCTUBRE 2021

 

La Sociedad del Empoderamiento de la Pobreza Cultural

Joaquín Lloréns

Hay en este momento una campaña publicitaria que lanza la pregunta: “¿Sirven para algo las carreras universitarias?”. Parece que es de una nueva agencia de noticias, pero lo que a mí me llama la atención es la dura respuesta a esa pregunta. Si quitamos unas cuantas carreras de índole práctica –abogacía, ADE, ingeniería, medicina, etc. –, lo cierto es que hoy en día no parece que sirvan para nada. Uno podría pensar que, al menos, enriquecerían culturalmente a los que las estudian, pero eso es cada vez más incierto. Los niveles de exigencia de las carreras son cada vez más bajos. Incluso, quienes tienen una beca para seguirlas, ni siquiera están obligados a aprobar las asignaturas.

La mayoría de las carreras de letras –filologías, historia, bellas artes… – tienen una salida exigua: dar clases y poco más. Un porcentaje absolutamente ridículo de los graduados pueden vivir de la carrera que han estudiado. Zara, Mercadona, bares y restaurantes, funcionariado… son las opciones que en un gran porcentaje de universitarios tienen que elegir para poder vivir dedicándose a labores sin ninguna vinculación a sus estudios.

Aparentemente hay un enorme contrasentido en nuestra sociedad. En las últimas décadas los sucesivos gobiernos han facilitado de una manera significativa el acceso a los títulos universitarios de las clases menos favorecidas con becas pero, al fin, parece que han hecho un flaco favor a las mismas. La obsesión paternalista de los poderes públicos ha ido bajando el nivel de las universidades públicas, al igual que lo han hecho con la educación obligatoria donde, a fecha de hoy, da lo mismo si se estudia o no. Todo el mundo tiene ¿derecho? a pasar de curso aunque no levante un lápiz. En este año incluso han quitado los exámenes de septiembre. Los vagos redomados no deben de sentirse discriminados. ¡Qué magnífica política para lograr ciudadanos más formados! Al final, las clases más altas pueden pagar los colegios y universidades privadas que, como consecuencia evidente de las lamentables políticas públicas, tienen mayor nivel y sus alumnos tienen un porcentaje escandalosamente superior de acceder a trabajos mejores.

Llevamos décadas con ese discurso cuyos efectos son mínimos. Tenemos un número cada vez mayor de universitarios, pero cada vez peor capacitados y, a la hora de la verdad, las diferencias de clase reales se mantienen mucho más parecido a como estaban en el franquismo de lo que nos hacen creer.

Pero esta paradoja, esta esquizofrenia gubernamental va más allá. ¿A quién premia el Estado? ¿A la gente que se ha formado, que tiene una carrera o a los emprendedores que generan un mayor valor añadido al país? Pues no. Aún no se ha terminado cuando escribo estas líneas la nueva normativa sobre las jubilaciones de nuestro pampante ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones de España, José Luis Escribá. Este considera que a los trabajadores que hayan cotizado más de 40 años –personalmente él aboga por los 45– se les podría dar ciertas ventajas en la jubilación anticipada (entre los 60 y 65 años). Haciendo un pequeño cálculo es imposible que nadie con una carrera universitaria haya podido cotizar ni los 40 años a la edad de 60 años. ¡No digamos 45 años! Y sin embargo, la cruda realidad es que los despidos a partir de los 55 años, cada vez mayores, no distinguen entre universitarios y jóvenes sin estudios. Es decir, a los que hayan estudiado una carrera y, por sentido común, que son por cultura y estudios los que más han aportado en calidad a nuestra sociedad son los castigados por nuestro Gobierno.

Y no. Para los que las estudien, hoy por hoy no sirven para nada las carreras universitarias.

 

 

 


 

 

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